Inolvidable encuentro con la mamá de Frank País
Sentada en su butacón la Doña recordó sus valiosos hijos
Joel Lachataignerais Popa jlpopa@enet.cu joecklouis@gmail.com
De lejos veíamos muchos niños uniformados. Estaban en la cúspide de la elevación hacia donde avanzamos después de dejar detrás la bien conocida Placita de Santo Tomás. Una mujer indicó el sitio con el índice alargado hacia arriba: “es allí, donde se ven los niños” nos dijo, y continuamos la marcha hasta que tuvimos frente a nuestros ojos la modesta fachada, común a las de su época de principios del Siglo XX.
En su estrecha acera un grupo de niños, sentados unos al borde, recostados otros a la pared, esperaban.
“Hay otro grupo allá adentro y estamos esperando para irnos”. Dijo uno al que le preguntamos por su presencia.
- Siempre venimos aquí. Los pioneros hacemos actividades con Doña Rosario a cada rato, pero como ya casi es el día de las madres, vinimos a saludarla, y aunque no sea el día de las madres, venimos a verla.
Salió la maestra y luego una joven más, guías de los muchachos que avanzaron con sus camisas y chaquetas blancas y pantalones y vestidos del rojo color del vino. Bajaban la calle con rapidez y la común algarabía que siempre hace un grupo de muchachos de esa edad.
La alegría se advertía en sus ojos y forma de hablar, por demás, característico del lenguaje popular de los santiagueros.
Fue entonces cuando a la puerta salió la figura delicada, inmensa, mostrando una sonrisa que se veía siempre en las fotografías de prensa, cuando la entrevistaban.
Sus ojos algo alargados y muy vivos, nos buscaron:
- Pasen muchachos, los estoy esperando.
Extendido su brazo izquierdo hacia la derecha de la puerta hogareña, al tiempo que se colocaba hacia su derecha, nos dejaba ver su sonrisa de agradable mamá.
Allí estaba la corpulencia cargada de años, recuerdos, sufrimientos e historia: Doña Rosario García, lista para atendernos. El pelo gris, recogido hacia atrás, pero dejándose caer también hacia los costados. Sonreía con placer dejando ver sus dientes sanos y relucientes en medio de un rostro tomado por los años, en la naturaleza del maltrato común, no parecía tener los sufrimientos que se conocían: dos hijos asesinados en plena juventud, tronchándole en buena medida su existencia.
Los ojos hablaban un lenguaje de firmeza, advertían vive y no te amilanes, ten esperanza y gózala. En ellos había un brillo penetrante y noble, que por momentos dejaban ver un velo de tristeza, que coincidía con las caricias suyas en su piel, sus cabellos, y cuando meditando, colocaba las manos sobre los labios o hacía con ellas algún vuelo en el aire, mostrándose plena, vigente y fortalecida.
Era excepcionalmente una madre rigurosa, que ahora compartía el amor a muchos hijos. - Nunca estoy sola. Ellos siempre vienen. Todos los días. Sobre todo si es un día como el segundo domingo de mayo.
Me traen flores, regalos y compañía. De todo eso lo que más disfruto es la sonrisa de cada uno de ellos. Me hacen sentir siempre acompañada, plena, feliz.
Con ellos todos los días aquí, o frente a la casa, o en alguna parte de esta casa de dios, es como si Frank, Josué o Agustín anduvieran por las habitaciones, el jardín o alguna parte de ella.
Todavía se le siente la rectitud del carácter, duro, férreo, al estilo de lo intransigente.
Cuando entramos a la casa nos iba describiendo las cosas que estaban dentro: Las comadritas, los silloncitos donde ellos se sentaban, el piano, una mesita para escritorio; el patio con un pasillo donde aún se siembran las mismas flores que ellos "cuidaron o arrancaron como regalo”.
- Cuando no vienen es como si no hubiera luz del Sol, como si faltara aire a las palmas... es muy triste, entonces si me siento sola. Ahora mismo estoy esperándolos siempre, como ya se acerca el día de las madres, ellos vienen; yo sé que las escuelitas se lanzan acá para venir a ver la viejita y ellos son mis hijos... hijos multiplicados.
- Pero ahora estoy triste, porque el más grande, el más querido de todos, hace tiempo que no viene a verme. Para mí siempre fue muy grato tenerlo conmigo. Pero yo sé que no es su culpa, por eso lo perdono, porque es que él anda por ahí, muy atareado siempre, y yo – que he sido y soy muy exigente – lo comprendo y le pido por Dios que se cuide - Fidel es el único que me queda.
Está sentada en uno de los dos grandes sillones de la pequeña sala. Su palabra es cálida, pausada, tierna. Mira en torno suyo. Recorre los lugares comunes de todos los días, como buscando qué decir que no sea lo mismo, o disculpándose de creer que ya nos lo dijo antes pero se da cuenta que no, antes se lo dijo a otros que como Arcel y yo le visitaban.
A su espalda, como pared que divide un sitio del hogar del otro, una repisa. Sobre ella algunas plantas de esas que cuelgan para adornar dando vida interna a la vivienda.
En uno de sus peldaños descansa una campanita pequeña, como de juguete. Nota que le he mirado y dice al instante:
- ¿Ves esa campanita? Yo los crié como militar. Si, no se vayan a reír, que después dicen que esta vieja loca dice cosas increíbles, de loca,... A mí me hacían mucho caso, aunque todos eran muy nobles los tres. Los fui llevando con la educación de Dios, iban conmigo a la Iglesia y hacían su vida de allí y la de la casa y la calle, la de la escuela y la sociedad.
- Eran niños normales, pero muy despiertos.
- Los crié hablándoles de la vida, de la Historia, de los hombres de la Patria. El padre también puso de su parte. Pero la campanita tenía un papel fundamental en la disciplina que se les fue dando, de respeto, humildad, honor:
Mira – y acciona la campanita con un sonido dulce, suave y penetrante -, así yo los despertaba en las mañanas, y tenían que responder en cuestión de dos minutos, vestidos, aseados y listos para ir a la escuela o la iglesia, según fuera el día de que se tratara. - Y tenían una disciplina militar, ya les digo.
Nos mira, pide que le hagamos nuevas preguntas, pero ella responde lo que pedimos y va mucho más allá de lo que necesitamos. El carácter de ellos, la diferencia, como se conjugaron de sus vidas, quién daba más amor, las travesuras, quién reconocía más...
- Agustín que ustedes no lo conocen porque hace muchísimo tiempo que no viene a Cuba, vive en Puerto Rico, es Pastor, muy serio, profundo, cariñoso, me daba un beso en la frente todos los días al irse y llegar de la escuela.
Frank era todo cariño y respeto. A veces llegaba a la casa y no estaba presente e iba a buscarme en los vecinos. Cuando me veía triste, me tría una flor del patio y me tocaba el piano, que era así como un bálsamo; era muy bueno en el piano.
Josué, era el más travieso, siempre estaba enredado en alguna maldad, y corría para allá y para acá. O arrancaba una flor, la tiraba...
- Entonces cuando me veía abatida, salía corriendo con la misma intención de siempre, arrancaba una flor y saltaba sobre el mueble para llegar primero que los demás a la mesa, y me decía “... para mi viejita querida “.
- Entonces me daba un beso en la frente. Los tres se criaron en los mismos principios e ideales.
- Aquí nacieron ellos, primero Agustín, después Frank, finalmente Josué. Los tres tocaban el piano. Frank lo hacía para complacerme y cuando me veía triste o preocupada. Josué venía y me daba un beso, como Agustín.
- Eran encantadoras personas a las que enseñé a tener un carácter amoroso y altruista.
- Nunca les dije que no a las cosas que pensaban, decían, creían y aunque imaginaba en lo que estaban - sobre todo Frank, que era muy serio y siempre al salir me alertaba de alguna manera, jamás les pregunté nada. Por eso aquellos días de 1952, sentí de cerca que ellos ya estaban en la idea. El tiempo pasaba y la conversación crecía. Mis notas también.
Ella notó que traía una cámara y me preguntó si no había “una foto de recuerdo de la viejita”; la antigua Zorki de fabricación rusa entró en funcionamiento varias veces, para complacerla desde mi asiento. Y ella volvió sobre sus recuerdos.
- Aquí yo me siento siempre a esperar. Porque sigo esperando siempre, ¿saben?.
- Para mí ellos están por llegar todos los días.
- Y sólo me queda Agustín que está tan lejos, pero más cerca que los demás.
- Y los meses al final me aterran, sobre todo los días treinta. Una hija falleció 30 de mayo, el viejo también, Josué, 30 de junio y Frank, 30 de julio. Lo único que le pido a Dios, en ese aspecto, es que me dé fuerzas para no morir el día 30 de algún mes...
Quedó pensativa unos instantes mirando como al infinito y luego prosiguió:
- Yo intuía cómo pensaban. Porque la madre siempre sabe las cosas. Los venía ir y venir, reunirse, y decirme:”usted no se preocupe, mamá, no va a pasar nada”. Y los acompañaba de cierta manera donde quiera que fueran.
En este momento nos pide acompañarla. Avanzamos por la casita. No le vi una sola lágrima, aunque la nostalgia se siente en la voz; andaba con la lentitud propia de alguien que ha pasado ya de 70, cargando el peso de los años y los dolores, así se balanceaba su cuerpo.
Nos mostró los lugares donde sus niños jugaban, mientras volvía sobre el carácter de ellos:
- “Frank era enérgico, sano. Nunca respondió fuera de tono mis reclamos. Los demás tampoco. El de carácter más fuerte en ese sentido era Josué, se resistía a veces en cumplir lo que se le ordenaba, a veces yo me ponía brava, me indignaba porque hacían algo que me doliera y entonces Frank venía a tocar el piano y Josué corría al patio y me traía una flor, aunque yo se los tenía prohibido, pero eran flores de amor para el corazón de su vieja madre: entonces callaba, escuchaba el fino piano de Frank y no había más remedio que ceder y acariciarles.
- Eran mis ángeles que se perdieron. Pero fueron útiles y son útiles.
- Por eso cuando vienen niños o personas como ustedes, pero sobre todo niños y jóvenes y otros como ustedes militares, me gusta hablarles de cómo eran ellos, para que así sigan viviendo”.
Finalmente le preguntamos que le sugeriría la vida de Frank en la Revolución triunfante y nos dijo con tal rapidez que evidencia la certeza de haberlo pensado tantas veces:
- “Frank fuese ahora algo así como un importante funcionario de la Educación, ministro tal vez, o militar. Él tenía los rasgos, el don del militar”.
Nos pusimos de pie. Ella esbozó unas palabras más. Colocó la mano izquierda en mi hombro y la derecha sobre el hombro del Sargento Arcel Ricardo, luego hizo un ademán hacia adentro y nos reunió en su pecho, para dejarnos un beso en la cabeza de cada cual:
- Dios los bendiga. ¡Vuelvan pronto!
El final llegaba y nos despedíamos.
Bajamos todas las lomas santiagueras en silencio.
Atrás quedó el ambiente de la casa de la calle General Banderas número 226, entre Habana y Los Maceo, donde siempre, como palomas, andan todavía los niños que amaban y aman a la madre de los País García, así de costumbre cada segundo domingo de mayo. …será de verdad inolvidable.
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