La solidaridad no se me olvidará jamás
Por: Joel Lachataignerais Popa jlpopa@enet.cu joecklouis@gmail.com
La nave de Cubana de Aviación se elevó aproximadamente a las 10 y 30 de la noche. Era la experiencia inicial. Por delante todo era desconocido. Antes de salir, el oficial de las FAR que me prestaba atención depositaba en mis manos varias cosas: Un paquete de cassettes de audio y un largo tuvo de papel contentivo de fotos y afiches. Todos destinados al Mando de las FAR en Etiopía que era mi destino, adonde arribé a las 3 de la madrugada del 1 de octubre de 1980. Ocho días más tarde, luego de un recorrido de algo más de 500 kilómetros hacia el norte desde Addis Abeba, llegaba a Harargue, poco después de las 5 y 30 de la tarde. Mis compañeros –ya conocidos- me recibieron con todo lo que me correspondía: uniformes, armamento, disposiciones… y la información sobre el reglamento disciplinario, donde debía dormir y todo lo que me acondicionó rápidamente a la vida militar en aquel sitio alejado de la familia y el hogar. Hubo cosas significativas e inolvidables: La pista aérea del instante de mi llegada estaba helada, así el frío me persiguió, auque para los demás era una temperatura normal, pero yo debí emplear abrigo diariamente durante las mañanas y las noches. Aquella naturaleza de árboles robustos, de fresco sistemático, la gran ciudad que resulta Addis Abeba con sus encantos particulares de edificaciones y su gente noble y linda, sobre todo los niños. El desierto de Arabi, aquel lugar de tierra fina rojiza, con mujeres de túnicas vistas solamente en películas e idealizaciones artísticas; Arba, sitio monumentario para mi, que representaba una identidad grupal que aún deben defender y cuidar; el Gran Parque Nacional, que recorrí aquel 8 de octubre: su lago a 150 kilómetros de Addis, las montañas que se elevan al cielo y lo despejan en el corazón viajero. Los sembrados de diferentes estilos que recuerdan una historia ya lejana, como las plantaciones de terrazas… Pero sobre todo la humildad creciente en personas sanas, amigables. El día 9 de octubre pude entrevistarme con quienes serían entonces mis jefes y entregar al Mando lo que traía: Fotos de Arnaldo Tamayo Méndez con escafandras y todo, tomando la nave zoyuz en compañía de Yuri Romanenko y otras representaciones de aquel histórico minuto latinoamericano, y aquel discurso de Fidel en la Plaza re la Revolución José Martí para recibirlo en medio de una millonaria multitud de cubanos. Horas mas tarde antes de apreciar una película, en el anfiteatro, se difundió por altavoces el acto de recibimiento a Tamayo Méndez y se explicó ampliamente su biografía que iba entre los documentos entregados anteriormente. Comencé a vivir entre cubanos y etíopes. A sentir el cariño de Jazmín, la que limpiaba y acomodaba las áreas de trabajo; Asbeth Teferi, aquella alegre flaca que estaba a cargo de lavar y cuidar la casa junto Marcamen, quien además disfrutaba observar como su belleza atraía a los demás y la enigmática Roma, la escultural y bella muchacha, quien dominando varios idiomas fue interprete de los líderes de la revolución etíope y de los cubanos en la guerra contra Somalia. Todo comenzó a marcarme y a sembrarse hondo en mi corazón. La solidaridad no se me olvidará jamás, sobre todo porque aún en las noches cubanas, en mis sueños ya algo maduros, vienen a mi memoria todas aquellas personas en un día a día y en mis fiestas de cada mes; pero con mas certeza en la última ocasión, al llegar, antes de salir y en el regreso, sus manos alzadas en señal de adiós y las voces infantiles agitando su algarabía gutural y entre ritmos y ritmos, aquella frase que aún no se escribir, pero siento que dice: ¡Cuba Bisha!
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